Apago la luz del salón. Subo las escaleras con tan solo la luz que entra de las farolas de mi calle. La puerta de mi habitación chirría, y cuando enciendo el interruptor la claridad me deslumbra por medio segundo. Enciendo una lámpara menos potente y apago la luz más fuerte. Acerco un libro de la estantería a mi almohada. Abro las sábanas y me siento en mi cama.
Reina la paz y el silencio en la calle. La casa, sola, me devuelve el eco de la nevera al ponerse a funcionar. En la calle pasa un coche a lo lejos. Me siento agotada.
Sentada contra el cabecero, me echo las sábanas en las rodillas y abro el libro por la página señalada. Retomo el hilo de la historia en dos frases y me sumerjo entre diálogos y descripciones. Con el silencio como fondo, una idea se me viene a la cabeza. Me he despedido de Sonia sin decirle algo que tenía que decirle. Agarro el móvil, lo conecto a internet, y espero.
Una lista de contactos se abre, y busco el nombre de mi amiga entre los desconectados. De repente, brilla un piloto verde. Un piloto que llevaba mucho tiempo apagado y que debería seguir así.
Veo su nombre y me quedo en blanco. No importa lo que tenía que saber Sonia, su nombre está en verde. Dos movimientos y volveremos a estar en contacto, tras tanto tiempo.
No reacciono. No sé pensar. No quiero pensar. Entró en mi vida como un tornado y se fue igual de rápido, dejando caos y destrucción a su paso. La ruptura fue total, y desde ese momento su nombre había estado en gris. Hacía tanto tiempo que sospechaba que había abierto otra cuenta, lejos de mí y de mis letras. Pero allí estaba, verde, invitándome a cometer de nuevo ese precioso error.
Mucho tiempo más del que admití jamás me llevó reparar mi vida y acostumbrarme a estar sin él. Mucho tiempo me llevó cerrar las heridas que él abrió al irse, tan dulce pero tan cruel en la despedida. Tardé años en aprender a convivir con los fantasmas de las promesas sin cumplir, porque todavía no las he olvidado, y de vez en cuando aún le echan sal a las heridas, para que no acaben de cicatrizar. Meses más tarde conseguí dejar de imaginar todas las cosas que nos quedaban por hacer. Todo lo que nos quedaba por soñar.
Y ese piloto verde que parpadeaba me invitaba a volver a su dulzura y fuerza, a su hermosura. Pero también a su peligro de volver a desaparecer. Ese piloto verde me invitaba, descarado, a volcar todo lo que llevaba en mis libretas en el móvil.
Tan cerca, pero tan lejos.
Sonia ya estaba a millones de años luz.
Mi cama me atrapó hasta que en mi habitación solo éramos tres: mi almohada, mi sábana, y yo. Nadie más, otra vez.
Reina la paz y el silencio en la calle. La casa, sola, me devuelve el eco de la nevera al ponerse a funcionar. En la calle pasa un coche a lo lejos. Me siento agotada.
Sentada contra el cabecero, me echo las sábanas en las rodillas y abro el libro por la página señalada. Retomo el hilo de la historia en dos frases y me sumerjo entre diálogos y descripciones. Con el silencio como fondo, una idea se me viene a la cabeza. Me he despedido de Sonia sin decirle algo que tenía que decirle. Agarro el móvil, lo conecto a internet, y espero.
Una lista de contactos se abre, y busco el nombre de mi amiga entre los desconectados. De repente, brilla un piloto verde. Un piloto que llevaba mucho tiempo apagado y que debería seguir así.
Veo su nombre y me quedo en blanco. No importa lo que tenía que saber Sonia, su nombre está en verde. Dos movimientos y volveremos a estar en contacto, tras tanto tiempo.
No reacciono. No sé pensar. No quiero pensar. Entró en mi vida como un tornado y se fue igual de rápido, dejando caos y destrucción a su paso. La ruptura fue total, y desde ese momento su nombre había estado en gris. Hacía tanto tiempo que sospechaba que había abierto otra cuenta, lejos de mí y de mis letras. Pero allí estaba, verde, invitándome a cometer de nuevo ese precioso error.
Mucho tiempo más del que admití jamás me llevó reparar mi vida y acostumbrarme a estar sin él. Mucho tiempo me llevó cerrar las heridas que él abrió al irse, tan dulce pero tan cruel en la despedida. Tardé años en aprender a convivir con los fantasmas de las promesas sin cumplir, porque todavía no las he olvidado, y de vez en cuando aún le echan sal a las heridas, para que no acaben de cicatrizar. Meses más tarde conseguí dejar de imaginar todas las cosas que nos quedaban por hacer. Todo lo que nos quedaba por soñar.
Y ese piloto verde que parpadeaba me invitaba a volver a su dulzura y fuerza, a su hermosura. Pero también a su peligro de volver a desaparecer. Ese piloto verde me invitaba, descarado, a volcar todo lo que llevaba en mis libretas en el móvil.
Tan cerca, pero tan lejos.
Sonia ya estaba a millones de años luz.
Mi cama me atrapó hasta que en mi habitación solo éramos tres: mi almohada, mi sábana, y yo. Nadie más, otra vez.
23/08/2011
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