El aura del arte

La primera vez que leí teoría del arte tenía 16 años. Nuestro profesor de filosofía, recién salido de la facultad, tenía ganas de hacer experimentos pedagógicos y nos dio un tema relacionado con el currículum del curso para preparar en casa y explicar en clase. No sé si yo pedí arte o él me lo asignó. El caso es que ese año le expuse a mis compañeros la teoría más básica del arte: por qué no podemos definirlo y solo podemos aproximarnos. Con esa excusa hacíamos un repaso de algunas de las obras clave de cada época. Y me salió tan bien que al año siguiente le impartí la clase a los dos grupos que formaban el curso inferior.
El arte y su teoría siempre me ha interesado. Pero me cuesta mucho reflexionar sobre él. El arte es algo muy intangible, y para cada definición que encuentro, se me aparecen dos o tres excepciones que la invalidan. Y eso me parece lo más interesante: el arte siempre se nos está escapando de entre los dedos; cuando creemos que lo tenemos, alguien hace algo que cambia todas las bases y tenemos que volver a empezar.

La Victoria de Samotracia en su pedestal.

En aquella clase, yo no pretendía darle una definición a mis compañeros. Solo quería transmitirles esa dificultad para aprenhenderlo y acercarlos un poco a algunas expresiones de arte menos conocidas.
Sí intentaba sacar dos cosas en claro:
-El arte es una actividad humana consciente (aunque no todas las actividades humanas son arte)
-No podemos encontrar una definición cerrada de qué es el arte. Hay diferentes definiciones que acogen algunas obras pero se dejan otras fuera. Y sin embargo, reconocemos que todas ellas son arte.

Una cita de mi propio trabajo de 1º de bachillerato:
"Morris Weitz dice que el arte es un concepto abierto y cambiante, lleno de originalidad e innovación. Y aunque se descubriera una definición, no es seguro que los futuros artistas se ocupasen de hacerla desaparecer, porque si cerramos el concepto de arte destruimos la parte creativa; parte importante del proceso artístico."

Hace mucho que dejé de intentar definir el arte. Sé que algo que siempre se nos va a escapar, porque su propia naturaleza es evolucionar y cambiar para que nunca podamos limitarlo. Pero sí he seguido leyendo sobre arte. Algunas veces lo he estudiado de manera formal (con asignaturas optativas durante la carrera) y otras veces de manera más casual, apoyándome en artículos sueltos, documentales o reportajes así como me los voy encontrando, sin un currículum planificado.
Antes de viajar a París a recorrer diferentes museos, volví a leer el ensayo de Walter Benjamin La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica.
Walter Benjamin escribe este ensayo de 1936. En él, dedica unas páginas a preguntarse en qué es diferente una obra de arte en su formato original a una copia. Por qué, si podemos escanear e imprimir infinitas reproducciones de la Mona Lisa de Leonardo da Vinci, la original sigue teniendo muchísimo más valor artístico y este no pasa a sus copias. En los años de Benjamin la imprenta no era algo nuevo, y la distribución de publicaciones periódicas al grueso de la población tampoco. Ni siquiera la fotografía, que es pura reproducción, era un medio nuevo. Pero en las décadas anteriores arranca un nuevo formato artístico sobre el que quiere reflexionar: el cine.
A él le interesa mucho reflexionar sobre el cine, el teatro, y el arte reproducible sin público para la obra original, pero yo me quedo con otra parte del ensayo.

Si llevo viendo desde que tenía 15 años fotografías de la Victoria de Samotracia, ¿por qué le doy tanto valor a verla en persona?
Sé cómo es la escultura. La he visto infinitas veces desde todos los ángulos. Poco después de impartirle esas clases a mis compañeros, la estudiamos al detalle en las clases de Historia del Arte. Era temario de Selectividad. La comenté con mis amigas muchas más veces de lo que los adolescentes normales hablan de esculturas. La he visto en fotos a gran resolución, en vídeos, en ilustraciones. He visto hasta tatuajes de ella.
La conozco. Y sin embargo verla en persona fue algo enorme.

Walter Benjamin habla en este ensayo sobre el aura de la obra de arte, algo de lo que sus reproducciones carecen. El aura es algo intrínseco a las obras originales, y que las reproducciones no pueden tener; por eso hay cola y aglomeraciones para ver la Mona Lisa y en cambio no para los carteles, camisetas, totebags, marcapáginas, tazas y los otros cientos de objetos diferentes que tiene el Louvre con la misma imagen.

"En la época de reproducción técnica de la obra de arte lo que se atrofia es el aura de esta."*

Yo era bastante escéptica a esta concepción del arte. Nunca le guardé especial reverencia a la obra de arte como objeto. Creo que su mérito está más en haberse hecho que en el soporte físico en el que se ha hecho.
Cuando los activistas de Just Stop Oil atacaron Los Girasoles de Van Gogh, incluso hice un pequeño hilo en Twitter sobre cómo el arte no se contiene en su formato, y que la importancia del arte está en el hecho de hacerse. Es decir: no importa si se daña el lienzo, porque la aportación artística de Van Gogh la conocemos y la conservamos; tenemos muchísimas reproducciones de Los girasoles y perder el lienzo no sería perder el cuadro. Lo importante es que ese cuadro se ha hecho. Los museos obviamente tienen como finalidad conservar el soporte físico en el que se están las obras; pero una vez que existen Los girasoles y se han estudiado y los conocemos, el lienzo no es imprescindible.
 
Dos activistas, de espaldas a la cámara, tiran sopa de tomate encima del cuadro.
 
Después de pasar un fin de semana en París recorriendo museos, creo que ya no estoy tan de acuerdo con esa aseveración. Sí sigo creyendo que lo importante del arte es que se hace, y esta importancia no reside únicamente en su soporte físico; pero después de ver cientos de obras de arte en su forma física sí entiendo el concepto de aura de Walter Benjamin.

He visto cientos de veces los cuadros más conocidos de Van Gogh, por seguir con él. Dormitorio en Arlés me gusta mucho desde que la estudiamos en clase, aunque estéticamente no me parezca gran cosa. La Noche estrellada (la versión que está en Nueva York de 1889 y la que está en París de 1888) me parecen interesantísimas. Sus retratos me llaman menos la atención, pero entiendo el mérito que tienen.
Conozco todos esos cuadros. Tengo aprehendida la imagen de ellos. Colores, formas, perspectiva, intención, contexto; lo tengo todo.
Y sin embargo verlos en persona ha sido una experiencia completamente diferente.
La textura de las pinceladas. El brillo de los colores. Ese algo reverencial de estar de pie a la misma distancia en la misma posición en la que debió estar el artista mientras lo pintaba.
Ese aura del que hablaba Benjamin y que no estaba en ninguna de los cientos de reproducciones que he visto a lo largo de los años.

Foto al cuadro expuesto en el museo. Representa una escena nocturna: casi todo es de color azul oscuro intenso, y hay puntitos de luz en forma de manchas amarillas y anaranjadas que se reflejan en el agua del río.Hace años, cuando vi Las meninas de Velázquez por primera vez, pensé que ese aura venía propiciada por las dimensiones del cuadro. Después de todo, Las meninas lo que hace es meterte dentro de la escena; o ampliar los límites del lienzo más allá de lo físico para involucrar también al espectador. Esa sensación no te la puede dar ninguna reproducción en ningún papel o pantalla porque no tiene las dimensiones físicas necesarias.
Pero la Noche estrellada de 1888, o Dormitorio en Arlés tienen unas dimensiones mucho más reducidas y en ningún momento absorben al espectador. Y aún así, su presencia física es especial. Lo mismo con el resto de cuadros impresionistas y postimpresionistas que están en las salas que rodean a las de Van Gogh en el Musée D'Orsay: conozco todos esos cuadros y hubo algo nuevo al verlos en persona por primera vez.

"Incluso en la reproducción mejor acabada falta algo: el aquí y ahora de la obra de arte, su existencia irrepetible en el lugar en que se encuentra."

Al día siguiente de ver Dormitorio en Arlés en persona, fuimos al Louvre. El motivo del viaje era ir al Louvre y ver la Victoria de Samotracia; el resto de museos eran un acompañamiento a esa meta. Entramos temprano para intentar coincidir con la menor cantidad de personas posible. Seguimos a la masa hasta la sala de la Mona Lisa. La vimos brevemente entre el follón de cabezas que empezaban a aglomerarse. Salimos de la sala, y a la derecha...

Ahí está.

La victoria alada.
 
Pequeña aún y lejos, pero ahí.

Eché a caminar por las salas todo lo rápido que es decente para un museo. Era una mancha de luz al fondo del pasillo.
Pasé al lado de La coronación de Napoleón sin verlo (y mide 6 metros de ancho y 10 de alto). Pasé al lado de La libertad guiando al pueblo (ni más ni menos) o El naufragio de la medusa, con su violencia y sus tonos oscuros absorbentes como un agujero negro, sin darme ni cuenta de que estaban allí.

Llegué al balcón frente a las escaleras de la Victoria de Samotracia y allí me quedé durante varios minutos.
Con la grandiosidad del movimiento, el detalle de la ropa, la humedad tallada en la piedra. La postura orgullosa, triunfante. El poder de las alas, el pedestal de proa. El contexto del mar y el viento. El aire a su alrededor.
Y su mármol. Físico, pesado, brillante. Real. Tangible.
Sublime.

No puedo definir qué es el arte.

Pero supongo que tallar una escultura y que una chica, que no sabe tu nombre ni nada sobre ti, que vive a 2200 años y 3000 kilómetros, se eche a llorar en medio de un museo solo por verla; eso es el arte.

No sé si vale como definición.
 
Yo, de espaldas, mirando a la Victoria de Samotracia, a uno par de metros delante de mí.

 
 
*Todas las citas son de la edición de Taurus de 1973, con traducción de Jesús Aguirre. 
**Todas las fotos son mías.

Comentarios

  1. Este febrero fui a Londres para ver Hamilton. Ya que estaba, fuimos a ver museos y me empeñé en ir al Británico para ver la tablilla de Ea-Nassir. Cuando planificamos la ruta, yo quise ver la Piedra Rosetta y los leones asirios.
    Ambos los he visto varias veces en fotos, como dices. Cuando entramos, sin esperarlo, lo hicimos directos donde la Piedra Rosetta y me eché a llorar un poco. Luego me tiré un rato contemplando los leones asirios.
    Lo curioso es que son obras que me gustan, pero no pensé que me impactara tanto el verlas y "poder" tocarlas como lo hizo.

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