Es hora de hablar de Make Happy


 

Hay un especial de comedia en Netflix poco común. Lo escribió e interpretó un chaval de 26 años y se titula Make happy. El especial de Netflix, me enteré después, no es el único ni primero que hizo. De hecho, es el tercero. Los otros dos no están disponibles en Netflix de España, pero el segundo está en youtube.

No hace falta dedicarle mucho tiempo para darse cuenta de que el monólogo de Bo Burnham, ni es un monólogo, ni es habitual. Es más bien un espectáculo, en el que toca el piano, canta, interactúa con música pregrabada y efectos de sonido; y a todo esto añade elementos propios de los monólogos.

La mayor parte de la carga cómica de su espectáculo está en las canciones; no hay una historia ni un hilo que vaya uniendo las diferentes piezas del espectáculo, pero estas se van a suceder a tanta velocidad que es difícil darse cuenta.

Sin embargo, podemos encontrar un motivo que se repite a lo largo de la hora que dura el especial: las apariencias engañan y todo lo que ocurre encima de un escenario es mentira. Este tema arranca antes que el propio espectáculo: se abren las cortinas y un hombre, vestido exactamente igual que Bo en su anterior especial y con su misma libreta, espera sentado en un taburete. Sin embargo, Bo aparece por un lateral del escenario para descubrirse: todos pensamos que estaba sentado en el taburete, pero las apariencias engañan. A lo largo del monólogo (y de otras piezas suyas) habla varias veces de su padre, todas en términos contradictorios: a veces es una figura cariñosa, a veces lo desprecia, a veces es inteligente y a veces da consejos horribles. No nos queda otro remedio que asumir que, como dice él mismo al inicio, todo lo que ocurre encima de un escenario es mentira.

Uno de los recursos que más explota Bo Burnham es la sorpresa y la ruptura con las expectativas. En el clip de inicio, mientras vemos a Bo caminar hacia el teatro, una voz sintética anuncia que no deberíamos ser felices, porque el mundo es un lugar horrible. En su enumeración de las desgracias que nos rodean, alterna problemas de verdad con chistes fáciles. Aunque sea una máquina, al terminar coge aire y dice “let’s do this”.

A lo largo de la hora que dura el especial la ruptura con las expectativas ocurre varias veces, pero es más obvio en dos momentos, con dos canciones que siguen la misma estructura: Sad y Kill yourself. Ambas canciones empiezan serias, tratando temas que no suelen ser graciosos. Con un giro absurdo, unos compases después trastoca todo el sentimiento de la letra anterior y lo revierte en una situación absurda. La canción Kill yourself va más lejos y lo hace otra vez más: cuando termina la canción explica la razón cómica de toda la letra anterior y pide por favor que nadie se suicide. Explicar un chiste tan obvio también es gracioso. Y nos devuelve a la idea de todo lo que se diga encima del escenario es mentira

 

Bo Burnham es un genio de la comedia. Su show es fragmentario y no tiene continuidad, pero es tremendamente divertido. No te cuenta nada, pero mientras toca, canta, baila y habla hace que el tiempo se pase volando y el público no deje de reír.

Los chistes de Bo son muy metarreferenciales: hace chistes sobre los propios chistes, trunca las expectativas de cómo terminarán sus comentarios, convierte los temas más manidos de los monólogos en algo gracioso de nuevo (“estaba en el dentista el otro día…”) y alarga los temas hasta que dejan de hacer gracia, los retiene y los estira hasta que, por agotamiento o por absurdo, vuelven a provocar risa. Por ejemplo, él mismo dice de la canción con la que abre el espectáculo: “un peor cómico la hubiese estirado dos versos más; un mejor cómico no lo hubiese hecho en absoluto”. Lo sabe, y haciendo notar que se ha pasado o que sabe que no es gracioso, vuelve a convertirlo en un chiste.

Bo Burnham es millenial. Como dice en los últimos minutos del show, nació en 1990. Uno de los rasgos del humor propio de los millenials es el self deprecating humour, es decir, el humor autocrítico, la capacidad de reírse del propio sufrimiento, desgracias o fracasos mientras se desprecia a uno mismo. A las generaciones anteriores les cuesta entenderlo, pero a los millenials nos funciona como escape para no ahogarnos en nuestros problemas (la incapacidad de encontrar un trabajo de calidad, la obligación de compartir piso hasta más allá de los 30, la frustración de darse cuenta de que el futuro que nos habían prometido no existe ni existirá y todos los problemas mentales que todo esto anterior acarrea). Internet está lleno de memes y chistes sobre nuestra pobre salud mental o sobre nuestra incapacidad de cumplir con las expectativas. La Generación Z está empezando a recoger estos chistes, aunque ellos parecen más preocupados (con razón) por la destrucción del planeta y la incapacidad de los adultos de ponerle freno.

A lo largo de la carrera de Burnham, el humor autodespreciativo también ha estado presente. Hace habitualmente muchos chistes escatológicos y sobre sexo anal, una de las mayores “amenazas” a la masculinidad, especialmente para las generaciones anteriores; es decir, se interpreta como una humillación. En este mismo espectáculo, la carga cómica que tiene una discusión con su novia es que ella le humilla y le gana la pelea. En sus chistes habla de ansiedad, de baja autoestima (“me masturbo porque soy la única persona con las expectativas tan bajas como para follar conmigo”, dijo en otra pieza), de sentirse rechazado… pero siempre en forma de chiste. Lo que se dice en un escenario es siempre mentira. El público puede reírse, porque nada de lo que está escuchando es verdad.

 

El espectáculo sigue así hasta que llegan los últimos minutos del show. Se ha trabajado al público durante años; desde que tenía 13. Se ha trabajado a los espectadores de Netflix durante una hora, y con toda esa fachada de humor absurdo, con esa cantidad de chistes tan millenial autodespreciativos, llega el momento de la confesión.

“What is this show about?”, pregunta. “It’s about performing”. Bo cuenta, en un micrófono más cercano al público, agachado frente al borde del escenario, que él solo sabe de actuar. Es lo que ha hecho en toda su vida. “Let’s the artifice fade away”, dice mientras las luces del teatro se encienden y el escenario deja de ser una parte y la platea otro. Entonces se sincera: todos somos actores, pero solo unos pocos han encontrado a un público. Y entonces, la primera verdad disfrazada de chiste “I had a privileged life and I got lucky and I am unhappy”. El público no se entera de que se ha acabado el espectáculo y ríe la incongruencia. Las redes sociales permiten actuar todo el rato: “here, perform everything, to each other, all the time, for no reason, it’s prison, it’s horrific”. La carrera de Bo Bunhram empezó en youtube y se ha nutrido de las redes sociales: otra incongruencia.

“If you can live your life withouth an audience”, y pasamos, por primera vez, a un plano estático del público, mirando fijamente a la cámara, “you should do it”.

Bo se está despidiendo y nadie le está escuchando porque todo lo que pasa encima de un escenario es mentira.

Sale del ambiente tan tenso que ha creado con otro chiste meta, seguido de un chiste absurdo.

Y entonces llegamos a la recta final.

 

Como ya hizo dos veces antes en el espectáculo, empieza la siguiente canción con un tema que no parece gracioso: quiere hablar de sus problemas (“can I say my shit?” que podemos traducir tanto como “¿puedo hablar de mis mierdas?” como “¿puedo soltar mi rollo?”). La seriedad se trunca en seguida, ya que da paso al absurdo de un un chiste gastado desde hace años: no puede meter la mano en las latas de Pringles porque son demasiado estrechas. Le da vueltas al mismo concepto, pide la participación del público y dedica casi un minuto y medio a hablar sobre el mismo tema. Y cuando parece que había terminado, vuelve sobre él. Estira el tema hasta que has olvidado la frase que lo empezó todo: “can I say my shit?”.

 

Los espectáculos de Bo Burnham están planificados como ningún otro monólogo lo puede estar. Las intervenciones del público están medidas al segundo, y juega tanto con las luces y la música, que parece natural que no haya espacio para la improvisación. Pero en este espectáculo todos los elementos, textuales y no textuales, son la maquinaria perfecta de un reloj. Cuánto más se analiza el texto, los gestos, los recursos que utiliza, más te das cuenta de que no hay nada dejado al azar. A veces es más explícito, a veces se pasa por encima la primera e incluso la segunda vez que se ve el espectáculo. Y aquí es cuando todos los hilos se ponen a funcionar, cuando varias de las pistas que nos ha ido dejando a lo largo del espectáculo van a confluir.

 

Termina de hablar de las latas de Pringles y anuncia que va a cambiar, esta vez sí, de tema. No es casualidad que se vuelva a escuchar “let’s do this” por segunda vez en la noche, aunque el público todavía no lo sepa. Hace casi una hora, la voz sintética con la que introdujo el espectáculo, la dijo nada más terminar su reflexión “the world is not funny”. No entendemos esto como una referencia a que se acabaron los artificios, los chistes y que va a ponerse serio.

No entendemos que lo que va a contar a continuación requiere mucho valor. Y mucho dolor.

Continúa a la siguiente parte hablando de comida. Parece una anécdota absurda: fue a un restaurante de comida rápida mexicana, escogió demasiados ingredientes para el burrito y luego este no cerraba bien. Bo se enfada con el dependiente del restaurante porque se supone que él es el experto y debería haberle avisado de que estaba escogiendo demasiados ingredientes y que terminaría por estropear la comida.

Se ha hablado en internet mucho sobre la interpretación de esta metáfora. Porque, desde luego, Bo en ningún momento está contando una situación real ni está hablando de comida. El burrito puede significar la comedia, o su vida, o el propio hecho de crear un espectáculo. La parte importante es que ha escogido tantas cosas que estas le sobrepasan y es incapaz de disfrutar el resultado.

La expresión de Bo cambia. Ya no es la cara sarcástica que le pide a Pringles que hagan otro tipo de latas. El estribillo, muy pegadizo, engancha la metáfora y empieza a tirar de ella: “I woudn’t have got the lettuce if I knew it woudn’t fit, I woudn’t have got the cheese if I knew it woudn’t fit”.

De nuevo, se agacha al borde del escenario. Esta vez, el teatro permanece a oscuras y las luces, blancas, del escenario, confluyen en él. Juega con la pedalera y el autotune, y entonces, la música se atenúa y hace otro empujón fuera del espectáculo: “I think it’s time to break it down”.
Se apagan las luces y Bo permanece agachado, pequeño, encogido, al borde del escenario.

Vuelve a reclamar la atención, esta vez con un solo foco sobre él. “I can sit here and pretend that my biggest problems are Pringles cans and (deja un espacio en silencio para diferenciar) burritos. The truth is my biggest problem’s you.”

De nuevo, una cámara enfoca al público. Pero esta vez no les vemos las caras. Un foco les ilumina desde atrás y solo podemos adivinar su silueta. Con “you” no se refiere a la gente está allí, físicamente, sentada frente a él. “You” son todos los que lo hemos visto actuar a lo largo del tiempo, todo el público inmaterial que le hemos seguido durante años, que vemos sus espectáculos y que le seguíamos en las redes sociales. Una masa informe de gente que le ha observado y obligado a actuar durante casi toda su vida.

“A part of me loves you, a part of me hates you, a part of me needs you, a part of me fears you, and I don’t think that I can’t handle this right now.” Y repite esta misma idea “no puedo soportar esto, no puedo controlar esto, no puedo manejar esto”, como queramos traducirlo. Repite “I can’t handle this right now” como si fuera una revelación, como si se hubiese convertido en un pensamiento circular. Lo repite y lo repite hasta perder la cuenta de todas las veces que lo ha dicho.

Se han acabado las metáforas, se ha acabado decir lo que el público quiere oír. Aunque nos cueste una puñalada en el corazón: “come and watch the skinny kid with a steadily declining mental health and laugh as he attempts to give you what he cannot give himself” y no ofrece alivio cómico a esta sentencia, “I can’t handle this right now”, vuelve a repetir.

“I should probably just shut up and do my job so here I go”. Y, no es casualidad, volvemos al estribillo de la lechuga, el burrito, el queso, a la idea de que ha puesto demasiadas cosas en su plato y se le ha estropeado la experiencia. Empezamos a darnos cuenta, por fin, de que su problema con la comida es una metáfora. De que Bo lleva quizás minutos, quizás todo el espectáculo, quizás varios años, gritándonos que no se encuentra bien, que no es feliz, que todo le sobrepasa; pero como todo lo que ocurre encima de un escenario es mentira, no hemos querido escuchar.

Cambian las luces y baila frente a una única luz que le enfoca desde detrás. “You can tell them anything if you just make it funny, make it rhyme. And if they don’t understand you just run it one more time”. Ya no tenemos dudas de que no nos está contando una mentira; y ya no es un burrito, es un plato lleno de vergüenza por no haber sido capaz de escucharle, de ayudarle la primera y la segunda vez. Cuando insistía en que todo es mentira, pero luego hacía un chiste sobre su ansiedad. Cuando se desnudó por primera vez y confesó que las redes sociales, que lo llevaron a donde está ahora, en ese escenario grabando para Netflix, eran una prisión pero lo alivió con un chiste de Batman. Lo olvidamos todo. Porque el estribillo es pegadizo y sus chistes hablan de comida.

Las luces del escenario se vuelven locas. Se ilumina el teatro, los focos del escenario se encienden en varios colores, giran desincronizados. Los planos son cortos y rápidos, Bo vuelve al mantra “I don’t think that I can handle this right now”.

Canta la última línea, y antes que el eco del autotune se acabe, se despide, esta vez, de verdad. “Thank you. Good night. I hope you’re happy”. Lo piensa un momento, tira el micrófono al suelo y sale del escenario.

Sale de las sombras a saludar un momento después, con su libreta en la mano. No lo vemos claramente, porque el público se ha puesto en pie y la cámara solo lo enfoca entre los brazos de la gente que aplaude. Estamos en casa viéndole en un pantalla, pero también estamos sentados, en ese teatro, y luchamos por verle una última vez. Saluda apenas unos segundos y se da la vuelta, con los hombros caídos y a zancadas. No sale del escenario: huye de él.

Bo tiró el micrófono al suelo y no ha vuelto a subirse a un escenario desde entonces.

 

Cuando vi por segunda ver este especial, al momento pensé en Nanette, pero también sentí que no era lo mismo en absoluto. Encuentro una diferencia fundamental entre Make Happy y Nanette. En Nanette, Hannah Gadsby se abre y muestra su dolor para contar su historia. Expone el miedo que ha pasado, sus peores momentos y sus problemas a lo largo de los años para hacernos reflexionar. Lo hace a propósito, y lo explica muy claramente al final del monólogo. Hace públicas sus experiencias y para hacernos sentir, para ayudarnos a comprenderla. Hannah Gadsby quiere hacernos sentir culpables y lo consigue.

Bo no se expone, no quiere hablar de su verdad. No espera que nadie le comprenda, pero la ansiedad, el miedo y el dolor de sentir que solo sabe hacer una cosa en la vida (y que esta le aterroriza) se le escapan en las canciones. Make happy, especialmente la canción final, es un grito de auxilio.

La culpabilidad que llevo dentro proviene del horror de haber visto sus piezas y este espectáculo y haberme reído de él. De haber disfrutado de las luces, el autotune, las canciones graciosas, sin haberme dado cuenta de que tras ellas había alguien que no era capaz de hablar de su dolor. Uno, por encima, que conozco muy bien y debería haber reconocido.

Make happy duele. Por razones muy diferentes a las que dolía Nanette: todos lloramos con Nanette, porque era lo que buscaba el monólogo. Bo Burnham no tiene otro recurso para abrirse y pedir ayuda. Está agotado, y acostumbrado a expresarse mediante el autodesprecio y reírse de sus problemas, esconde su malestar, o lo explota para hacer reír. La primera vez que vi el espectáculo no vi nada de esto. Me quedé con las luces, el autotune, el absurdo. La segunda vez me di cuenta de que no era mentira, de que después de repetir tantas veces que nada es verdad, quizás solo lo hacía para intentar esconder una demasiado grande. Entonces vi la llamada de auxilio, las ganas de hablar de una enfermedad que no te deja respirar, que te hace enemigo de tu rutina y que hace imposible seguir una vida normal. Vi todos los gestos repetitivos que hace mientras habla, estereotipias, gestos de nerviosismo. Me fijé en cómo se le cambia la cara cuando deja de bromear y empieza a repetir “I can’t handle this right now”.

Me veo demasiado reflejada en el tramo final de Make happy. Por cada vez que alguien me ha preguntado “¿qué tal?” y he contestado hablando del tiempo exagerando para aliviar la tensión de no ser capaz de afrontar lo mal que me encuentro. Por cada vez que sueño con el día en el que entregue las llaves del trabajo y pueda darme la vuelta y salir como Bo, con los hombros derrotados pero a zancadas y sin mirar hacia atrás. Por cada vez que se lleva las manos a la cabeza en un gesto automático que no se puede controlar.

Me veo reflejada, quizás demasiado, en ese I can’t handle this right now. Entiendo perfectamente la sensación de tirar el micrófono al suelo y salir del escenario sin querer mirar atrás. De conseguir huir de una situación que te provoca ansiedad y te hace la vida insoportable y no arrepentirse. Las zancadas de Bo Burnham dejando el escenario atrás son las mismas que di yo saliendo de mi Facultad por última vez. También me llevo las manos a la cabeza cuando tengo ansiedad. No me aparto el flequillo, pero me lío el pelo, me toco las gafas, me hago trenzas. Cada comentario sobre mi malestar mental, sobre mi ansiedad, sobre todos mis fracasos, no es un chiste. Solo se disfraza de un chiste: es una llamada de atención. Que alguien haga algo porque yo sola no puedo.

Pero nos ha repetido que todo lo que pasa en un escenario es mentira y nadie acudió a la llamada de auxilio de Bo.

Nos lo dijo a la cara “tú eres el experto en burritos, si me hubieras dicho que me estaba acercando al límite no hubiera escogido la mitad de las cosas”. Como sus anécdotas de comida nos parecen graciosas, dejamos que fuese cogiendo más y más ingredientes, la lechuga, el queso, los pimientos, hasta que el burrito se hizo inmanejable. Y ahora tenemos que cargar con eso.

Llevo tres semanas dándole vueltas a esta última canción sin parar. Al principio, se me pegó el estribillo y no sabía por qué no podía deshacerme de él. Luego, sentí una puñalada cuando entendí que nos había mentido: esta vez sí estaba hablando de su verdad. Pronto fue creciendo hasta convertirse en mi verdad. Me duele por mi ansiedad, me duele por haber sido incapaz de verla desde un primer momento en un chico que, desde un escenario, gritó delante de todos “I can’t handle this right now”.

 

Todavía nos quedan un par de minutos de vídeo, fuera del escenario, antes de terminar el especial de Netflix. Sentado al piano de nuevo, pero en una habitación en la que solo están la cámara y él, Bo pregunta: “Are you happy?”. Su meta esa noche era hacer reír. Darle a los otros lo que no puede darse a sí mismo.

Repite tantas veces “¿sois felices?” que llega un momento en el que la intención cambia y preferiría traducirlo como “¿estáis contentos?”. No es un reproche… pero sí es un reproche.

 

Bo dijo en entrevistas después, que tenía ataques de pánico encima del escenario. Que lleva sufriendo ansiedad desde la adolescencia. Dice que ahora está mejor, ha dejado abandonadas sus redes sociales y está trabajando en otras cosas: ha dirigido una película y está componiendo la música de otra.

A Bo Burnham le va bien, y no dejo de pensar en poder salir de mi propio escenario sin mirar atrás.

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