La ciencia ficción contra el fascismo
El arte es político, la literatura es política y, de entre todos los géneros literarios, especialmente la ciencia ficción es política. Las polémicas que aparecen de vez en cuando en redes sociales que se resumen en "ahora están manchando de política la ciencia ficción" o incluso "están reinterpretando este libro como político y no me parece correcto" surgen muertas, porque parten de una premisa falsa. A todo le podemos dar lectura política (y eso no es algo malo); pero es que esta es inherente a la ciencia ficción.
Como decía Ursula K LeGuin:
Any human power can be resisted and changed by human beings. Resistance and change often begin in art, and very often in our art, the art of words.¹
Es decir:
Todo poder humano puede ser resistido y cambiado por los humanos. La resistencia y el cambio a menudo empiezan en el arte, y más aún en nuestro arte, el arte de las palabras.
La ciencia ficción se separa de este mundo e imagina otros mundos posibles. Lo hace tanto para mostrar a lo que aspiramos y queremos conseguir, lo que entendemos como deseable; como para alertar sobre lo que deberíamos evitar, sobre cómo no deberíamos querer vivir. La ciencia ficción nos muestra nuestro presente para proyectar en el futuro. Al género no le interesa tanto predecir lo que va a pasar (aunque a veces lo consigue), si no analizar nuestro presente y analizar a dónde nos encaminamos.
También nos enseña qué partes de nuestra sociedad presente entendemos como inmutables y necesarias: podemos concebir un futuro con viajes espaciales cercanos a la velocidad de la luz, pero quizás no podemos imaginar un futuro con modelos de familia no monógamas o no heterosexuales. Tanto por acción como por inacción, la ciencia ficción pone en las páginas lo que somos: lo bueno, lo malo, y lo que creemos invisible.
Si el Partido podía alargar la mano hacia el pasado y decir que este o aquel acontecimiento nunca había ocurrido, esto resultaba mucho más horrible que la tortura y la muerte.
El Partido dijo que Oceanía nunca había sido aliada de Eurasia. Él, Winston Smith, sabía que Oceanía había estado aliada con Eurasia cuatro años antes. Pero, ¿dónde constaba ese conocimiento? Sólo en su propia conciencia, la cual, en todo caso, iba a ser aniquilada muy pronto. Y si todos los demás aceptaban la mentira que impuso el Partido, si todos los testimonios decían lo mismo, entonces la mentira pasaba a la Historia y se convertía en verdad. «El que controla el pasado —decía el slogan del Partido—, controla también el futuro. El que controla el presente, controla el pasado.» Y, sin embargo, el pasado, alterable por su misma naturaleza, nunca había sido alterado. Todo lo que ahora era verdad, había sido verdad eternamente y lo seguiría siendo. Era muy sencillo.³
Margaret Atwood, hace más de 30 años, con El cuento de la criada hablaba de cómo la opresión y el poder se pueden ejercer, no solo por las instituciones, sino por los ciudadanos que se ven privilegiados por ellas. Atwood crea un mundo terriblemente opresivo y limitante para las mujeres, pero tuvo que inventarse pocas cosas para su novela: aunque ahora seamos las mujeres cis blancas occidentales las que estamos viendo cómo nuestros derechos reproductivos se ponen en tela de juicio y quieren volver a legislar, moral y religiosamente, sobre nuestros cuerpos y decisiones, lo cierto es que otras mujeres, de otras razas, de otros países y de otras capas económicas han sufrido antes lo que Defred y el resto de criadas sufren en el libro.
Defred no nos enseña si esta opresión puede resistirse; no es un manual sobre cómo romper privilegios y reclamar la autonomía para el cuerpo; la novela es más una constatación de la crueldad y el terror que se puede ejercer por personas privilegiadas por el sistema. Y lo fácil que es deshumanizar al otro. Qué pasa cuando perdemos contacto con la humanidad del resto: las Tías no son elegidas por crueles: son mujeres que se ven con la posibilidad de oprimir a otras. De su control depende su estatus, y lo ejercen férreamente, otorgando al sistema más de lo que este mismo pedía, sin necesidad de que nadie se lo exija.
No me canso de recomendar Firebreak de Nicole Kornher-Stace, aunque no haya planes de traducirlo a castellano. En la novela pasan muchas cosas propias de la ciencia ficción: supersoldados, un futuro ultracapitalista donde, más que gobiernos de burócratas, mandan las grandes corporaciones: videojuegos, y un regusto cyberpunk. Pero además, deja un poso que va más allá de la propia crítica. La protagonista, Mal, es una chica normal, que, por querer ser amable y hacerle la vida un poco más fácil a quien tiene alrededor, se ve impulsada a liderar una revolución. Ella misma dice en algún momento: si no yo, quién. Si no ahora, cuándo.
Mal no es la elegida. Mal no tiene habilidades especiales. Es una chica hija de su tiempo, pluriempleada y precaria como el resto. Y se ve liderando el cambio porque así es como ocurren las cosas: gente pequeña haciendo cosas pequeñas que de repente son grandes. Firebreak tiene muy claro que no tenemos que esperar a ser grandes activistas para cambiar las cosas: nosotros mismos podemos empezar el cambio. Incluso cuando este cambio es frente a megacorporaciones impersonales. Cuando no tenemos nada, no tenemos nada que perder.
Cuando Greta Thunberg todavía le caía bien a los medios de comunicación porque tan solo era una inocente niña ecologista, se comentó que cómo su generación no iba a ser la que le plantase cara a las grandes corporaciones contaminantes y a los gobiernos: habían entrando en la adolescencia leyendo Los juegos del hambre, y resto de trilogías que vinieron después. No tan cargadas de política ni tan agudas como la distopía de Suzanne Collins, pero que igualmente les enseñaron que no hay que esperar a ser los elegidos: con fuerza de voluntad, una causa en la que se crea y una pequeña comunidad, se puede hacer lo que quiera.
—Pero los sinsajos no eran un arma —repuso Madge—. No son más que pájaros cantores, ¿no?
—Sí, supongo —le dije, aunque no es cierto. Un sinsonte no es más que un pájaro cantor. Un sinsajo es una criatura que el Capitolio no pretendía crear. No habían contado con que los muy controlados charlajos fuesen lo bastante listos para adaptarse a la libertad, pasar su código genético y prosperar de una nueva forma. No habían previsto su voluntad de vivir.⁶
Sabemos que la revolución de Odo triunfó, porque la vemos narrada en otros de sus libros. Quizás el más conocido sea Los desposeídos: varias generaciones después de la que llevó a cabo la revolución, Shevek es un científico que sigue viviendo en Anarres, el planeta anarquista. Por primera vez en todo este tiempo, un habitante de Anarres va a visitar Urras, un planeta gemelo capitalista en el que no tuvieron revolución. Shevek se va a encontrar muchas cosas nuevas en Urras: la violencia, la corrupción, las maquinaciones del poder, y va a explicarles cómo es vivir en una sociedad sin Poder, sin acumulación de riqueza, sin imponer una ley. Shevek nos va a explicar cómo son felices, prescindiendo de la esclavitud que en Urras creen que les dará seguridad y libertad.
Nos quedan por delante unos años extraños y peligrosos. Unos años que hace no mucho veíamos muy lejanos y como asuntos del pasado. La ciencia ficción nos habló de ellos hace tiempo; nos dio herramientas para cuestionar el poder, nos dio historias que permanecen en nuestra memoria colectiva, nos codificó la manipulación y el abuso de poder para que pudiéramos entenderlos. Nos enseñó qué era el control, y lo fácil que es dejarse llevar y colaborar con los tiranos.
También nos enseñó a resistirlo.
Imagen de cabecera: meme sin fuente.
¹ Traducción mía.
² Fuente.
³1984. Traducción de Javier Calvo Perales (editorial Destino).
⁴ El cuento de la criada. Traducción de Elsa Mateo Blanco (editorial Salamandra).
⁵ Firebreak. Traducción mía.
⁶ En llamas. Traducción de Pilar Ramírez Tello (editorial Molino).
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